lunes, 5 de abril de 2010

COMPETENCIAS: UNA REINGENIERIA DEL APRENDIZAJE PERMANENTE






Competencias Una Reingeniería del Aprendizaje Permanente


El aprendizaje permanente constituye un valor al alza en las organizaciones: todos debemos mejorar nuestro perfil profesional en beneficio del alto rendimiento y la competitividad de nuestras empresas. Parece que fue hace unos 30 años, en EEUU, cuando surgió más formalmente la necesidad de atender a todos los principales aspectos que contribuyen a ser un top performer en cada puesto de trabajo.

Como es sabido, el “competency movement” fue impulsado por David McClelland, autor, en 1973, del artículo “Testing for Competence rather than for Intelligence”, que sigue siendo un referente histórico en la gestión por competencias. McClelland apuntó no sólo a aspectos tales como los conocimientos y habilidades, sino también a otros que pueden augurar o predecir un desempeño altamente satisfactorio de un puesto de trabajo (estamos pensando en sentimientos, creencias, valores, actitudes y comportamientos). Actualmente, la selección, la gestión y la formación por competencias son ya prácticas extendidas entre algunas grandes empresas, aunque los resultados no sean siempre tan satisfactorios como se desea.

La idea –gestión por competencias– no pretende parecer brillante; simplemente parte del hecho visible de que personas con similar perfil “hard” presentan, sin embargo, muy diferentes performances. Sin descartar sentimientos propios de un momento o circunstancia específicos, la diferencia en el rendimiento parece encontrarse, en buena medida, en la parte “soft” de nuestro perfil profesional: desde la sensibilidad de recordar los nombres de los clientes y proveedores, el tacto en las relaciones dentro de la organización o la comprensión de los demás, hasta la actitud de aprendizaje permanente, el manejo riguroso de conceptos, el pensamiento sistémico, la creatividad, la integridad o la visión de futuro. Cada puesto de trabajo precisa de competencias específicas, y a ellas deben atender los esfuerzos de desarrollo profesional continuo en las empresas.

Sin menoscabo de lo dicho, los conocimientos son, sin duda, muy determinantes; se habla cada vez con más insistencia de la idea de “trabajadores del conocimiento”,  y también asistimos a una explosión de la inquietud por gestionar bien el saber dentro de las empresas. Pero de la importancia del saber ya estábamos convencidos, y no lo estábamos tanto de la de la empatía, la intuición, la serendipidad, la integridad, el autoconocimiento, la percepción de la realidad, el espíritu de comunidad, la autotelia, el optimismo, la autoconfianza, la autocrítica, la flexibilidad, el dominio personal..
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Aunque parece, desde luego, preciso distinguir entre directivos y trabajadores, el alto rendimiento de las personas pasa tanto por los conocimientos como por una serie de habilidades, sentimientos, valores, creencias, actitudes y conductas, que es preciso identificar en cada caso. A menudo surgen reservas sobre la posibilidad de desarrollar algunas de estas competencias personales en individuos que no parecen poseerlas, pero, por un lado, hemos de seleccionar personas atendiendo a estos requerimientos, y por otro, pensamos que las competencias son desarrollables, al menos en alguna medida, mediante los métodos idóneos.




En un audaz ejercicio de síntesis, cabe pensar, en lo que se refiere al personal directivo, que algunas competencias cognitivas y emocionales no estaban siendo suficientemente consideradas. Que, por ejemplo, los directivos deben poseer habilidades de liderazgo es algo que ya no se cuestiona; sin embargo no todos presentan estas habilidades en su perfil profesional, ni encontramos siempre la forma de desarrollarlas, ni entendemos siempre lo mismo por liderazgo.

Al hablar de competencias cognitivas, los expertos suelen destacar el pensamiento analítico y el pensamiento conceptual, y es que realmente nuestra capacidad de pensar parece estar subutilizada en el ejercicio profesional. Nosotros añadiríamos otras modalidades de pensamiento que también constituyen competencias precisas en muchos directivos; nos referimos, por ejemplo, a la capacidad de síntesis, al pensamiento creativo o al pensamiento sistémico. Insistiendo en este último atributo, decía Gregory Bateson que los mayores problemas del mundo tenían su origen en la diferencia entre cómo funciona la naturaleza y cómo piensa el hombre.

Nosotros podemos decir que buena parte de los problemas de las organizaciones se deben a que las personas no somos suficientemente conscientes del modo en que aquellas  funcionan. Hay que recordar ya que una empresa es un sistema  —conjunto de elementos interdependientes que forman un todo y que se relacionan para el logro de un propósito—  y que, en general,  nos falta pensamiento sistémico. Es un poco como si los árboles no nos dejaran ver el bosque, o como si los síntomas no nos dejaran ver la enfermedad.

Hace algunas décadas, Jay Forrester nos hablaba de la “dinámica de sistemas” pero, como sabe el lector, ha sido más recientemente Peter Senge quien nos ha insistido en la necesidad del pensamiento sistémico en las empresas: su libro “La quinta disciplina” es, sin duda, una de las mejores aportaciones a la literatura del management en las últimas décadas.

 En definitiva, hemos de ser más conscientes de cómo las partes contribuyen al todo y también de las consecuencias, a corto y largo plazo, de nuestras decisiones. Cuando encaramos un problema, y tras identificarlo con rigor, han de emerger las circunstancias y causas subyacentes, y hemos de adoptar soluciones eficaces que no generen nuevos problemas. He aquí, en el pensamiento sistémico, una habilidad cognitiva de incuestionable necesidad, quizá especialmente en directivos de ato nivel.

Y al hablar de competencias emocionales, el lector habrá identificado que nos referimos a la denominada inteligencia emocional, tanto en su vertiente intrapersonal (confianza en sí mismo, flexibilidad, autocontrol, perseverancia, etc.) como en la interpersonal (establecimiento de relaciones, empatía, etc.). Se trata de hacer el mejor uso de las emociones y sentimientos propios y de nuestros colaboradores.

 Diríase que no en vano Daniel Goleman fue pupilo de McClelland, aunque la idea de inteligencia emocional ya fuera antes formulada por psicólogos de prestigio como Reuven BarOn, Peter Salovey o John Mayer. A la lista podríamos ya añadir otros nombres como Boyatzis, Caruso, Cooper, Sawaf, Parker, Handley, Higgs, Dulewicz, Ryback, Boeck y muchos más. Casi todos estos expertos han trabajado, por cierto, en la creación de tests para la medida de las diemensiones de la inteligencia emocional.

Todo lo anterior tiene bastante que ver con la evolución del papel de los directivos, especialmente los de nivel intermedio. Es verdad que estamos asistiendo a un aplanamiento de las organizaciones, es decir, a una reducción del porcentaje relativo de directivos y mandos intermedios, pero su papel adquiere nuevas e importantes dimensiones.

Entre las funciones de creciente peso específico de los directivos intermedios podríamos apuntar a la alineación de la gestión cotidiana con la estrategia de la compañía, o a la identificación de áreas de innovación y mejora; pero, en definitiva y en resumen, los directivos han de asegurar la mejor contribución de sus colaboradores a los resultados presentes y futuros de la empresa.

Esta última idea nos presenta a los directivos intermedios como administradores del capital intelectual y emocional de los trabajadores. Esta función exige, sin duda, competencias personales muy específicas que no precisaban los jefes de un pasado no tan lejano.
A decir verdad, no podemos hablar del perfil competencial de directivos sin hablar con más detenimiento del concepto de liderazgo.

En la empresa se utiliza hoy esta palabra con cierta ligereza, y a veces se entiende más como una posición que como una forma actual de ejercer la dirección. En las últimas décadas han surgido voces que nos ayudan a entender mejor el liderazgo de personas dentro de las organizaciones: Greenleaf, Burns, Fiedler, Hersey, Blanchard, Drucker, De Pree, Peters, Bennis, Kotter, Kouzes, Posner, Tichy, Conger, Rost y otros expertos. También hemos contado con los ejemplos de importantes directivos como Iacocca, Grove, Gates, Gerstner y aun otros más próximos como Josep Ferrer (Freixenet), Isidoro Álvarez (El Corte Inglés), Amancio Ortega (Inditex), la familia Torres o la familia Lladró.

Recientemente se insiste en un estilo de liderazgo postulado para todos los niveles jerárquicos, más basado en la autoridad moral que en el poder formal –ya lo propuso así Greenleaf hace 30 años–, y más sensible al peso de las emociones en el trabajo: podríamos hablar de líderes emocionalmente inteligentes, atentos a satisfacer las necesidades profesionales de unos colaboradores capaces, responsables y comprometidos.

Con independencia de otros importantes aspectos de la función directiva, este tipo de influencia sobre el desempeño de los trabajadores parece el más acorde con los cambios culturales traídos por los nuevos tiempos.

El liderazgo de autoridad moral parece sintonizar plenamente con el empowerment movement  y se abre paso en las empresas como lo hace la importancia del capital humano y el concepto de “inteligencia de la organización”. Podríamos decir que el lider que se postula seguiría siendo líder, aunque se le despojara de su poder formal.
El autoconocimiento de los directivos

El autoconocimiento es muy importante para todos, y especialmente para los directivos. Como se recordará, se trata del mandato délfico en que tanto insistió Sócrates: “Gnothi seauton”. Difícilmente podríamos mejorar nuestro perfil competencial si no fuéramos bien conscientes de lo que nos falta, y aun de lo que nos sobra, en el mismo.

 Una especie de “autoengaño” podría llevarnos a poseer una exagerada visión de nuestras capacidades y quizá una cierta ignorancia de nuestros defectos y excesos: parece un riesgo entre personas que han destacado sensiblemente en alguna actividad, porque algunos podrían acabar pensando que son buenos para casi todo. Hablando concretamente de los directivos, el haber tenido algún éxito importante presume, pero no asegura necesariamente, éxitos posteriores.
Autoengañarse puede llevar a los directivos a disfunciones como la siguientes: incapacidad para reconocer errores, arrogancia, sed de poder, rechazo a las críticas, narcisismo, persecución de objetivos poco realistas, huida hacia arriba, jactancia, juicio a las personas en términos de blanco/negro, necesidad de parecer perfecto o hábito de trabajo compulsivo.

Según un estudio de Robert E. Kaplan, un directivo con estos rasgos está orientado al fracaso. Pero un directivo que se conozca bien a sí mismo difícilmente se caracterizará por estas cosas. Tratamos de dejar la idea final de que, solamente desde un buen conocimiento de nosotros mismos, podemos abordar un plan de mejora.


Competencias de los trabajadores


Podríamos considerar la Teoría Y (1960), de Douglas McGregor, como el origen de los cambios culturales todavía en curso en muchas empresas. El autor dibujaba entonces una imagen de trabajador comprometido que hoy resulta natural, aunque en su momento suscitó no pocas controversias. Pero a esta notable evolución cultural en las relaciones empresa-empleados hay que sumar el implacable avance tecnológico y también la globalización y otros fenómenos que caracterizan la actividad económica en nuestros días. Seguramente, lo más visible de los cambios en curso en las empresas son las nuevas relaciones jefes-colaboradores.

 No es que todavía se hallen, en general, en el punto deseado; pero al menos se viene coincidiendo en la tendencia del reparto de poderes y responsabilidades. Como ya hemos comentado, todo apunta al liderazgo y el empowerment como principios reguladores de las relaciones jerárquicas en las empresas. Son principios reconocidos como saludables, pero que en su materialización han de sortear obstáculos de diferente naturaleza.

 No todos los jefes y colaboradores están todavía preparados y dispuestos para asumir sus nuevos roles, aunque el cambio parezca irreversible. Ser más competentes pasa inexorablemente por vivir plenamente los tiempos que corren, y desde luego por ser seres humanos más completos, en cuerpo, mente y alma.

Pero entre el colectivo de trabajadores, queríamos detenernos en los denominados “trabajadores del conocimiento”. Hace más de treinta años, algunos pensadores comenzaron a destacar la importancia del conocimiento dentro de las empresas. 

Parece que fue Peter Drucker quien acuñó la expresión “knowledge worker”, pero también economistas de prestigio como Kenneth Arrow o Friedrich Von Hayek insistieron en ello. Sin duda, el perfil del trabajador ha evolucionado muy sensiblemente desde los tiempos de Taylor y Gilbreth: cada día tenemos que saber más y, a la vez, obtener el mejor provecho colectivo de nuestros conocimientos.

En su desarrollo profesional en este siglo, las personas más preparadas tienen dos opciones básicas que deseamos apuntar: llegar a ser un directivo-líder o ser un knowledge worker en permanente aprendizaje. No decimos nada nuevo, pero sí queremos insistir en el valor de los trabajadores expertos. Y atención: uno es valioso para la empresa no solamente por lo mucho que sabe, sino también por lo que hace fluir sus conocimientos.

 La empresa necesita que los conocimientos no sean individuales sino colectivos, por ello tendríamos que estar siempre aprendiendo y además poniendo nuestro saber a disposición de los demás. (Obviamente, en el escenario empresarial hay también corrupción y politiqueo, y los bien intencionados pueden resultar ingenuos, o ser vistos como tales: el flujo del saber precisa de catalizadores).
Quizá no haga falta decirlo pero, al hablar del saber, no nos referimos únicamente a los conocimientos explícitos que se adquieren mediante cursos u otros medios similares de transmisión de los mismos. También cabe considerar aquellos otros implícitos, fruto de la observación o de las vivencias propias: lo que llamamos, en general, experiencia. La experiencia no solo nos sirve para hacer las cosas mejor, sino para distinguir mejor el nivel de calidad de lo hecho. En algún caso, la falta de experiencia podría conducir a una especie de panfilismo: a dar por bueno lo que no lo es.

El mejor knowledge worker reúne saber explícito y saber implícito o tácito: tiene experiencia; además tiene potencial y sólida disposición para seguir aprendiendo. Y no deberíamos olvidar la intuición, que, aunque de doble filo, es otra herramienta útil.

Y no queremos vincular la inteligencia emocional solamente con el personal directivo: también resulta altamente deseable en los trabajadores. Nos decía un trabajador que, en el ejercicio profesional, uno podía ser feliz o desgraciado según el jefe que le tocara. La verdad es que algún directivo podría decir algo similar respecto a los colaboradores. Por eso insistimos en que la inteligencia emocional –habilidades intra e interpersonales– es ciertamente desarrollable como sostiene Goleman, y es deseable en todas las personas.

 La cuestión es cómo desarrollar la confianza en uno mismo, el autocontrol, la flexibilidad, la automotivación, la comprensión de los demás, la asertividad, la influencia, la habilidad para mediar en conflictos… No es imposible, pero requiere tiempo y ayuda de alguien que nos proporcione feedback y algunas claves. Uno se preguntaría si vale la pena, pero no hay duda: basta pensar en el coste de la incompetencia o inmadurez emocional, tanto en la vida como en el trabajo.


Conclusión


Concluyendo, podemos decir que los cambios que viven las empresas afectan a los perfiles profesionales de los altos ejecutivos, de los trabajadores y, de manera singular, de los directivos intermedios. El perfil de éstos ha evolucionado muy sensiblemente en consonancia con la necesidad de asegurar la mejor contribución de los trabajadores a los resultados esperados por la organización. Estos directivos-líderes han de saber extraer lo mejor de sus colaboradores, propiciando al mismo tiempo su satisfacción profesional.
Para todos, el sentirnos plenamente contribuyentes a los buenos resultados de la empresa, desde nuestra capacidad y esfuerzo, resulta reconfortante y satisfactorio; especialmente cuando nos movemos en un entorno de colaboración, confianza y reconocimiento. La Dirección de las empresas asume el reto de propiciar este clima de rendimiento y satisfacción, pero somos todos quienes hemos de hacerlo posible. Nos parece que en la empresa los sentimientos son contagiosos y hemos de tratar de que lo que se contagie sea el compromiso, la responsabilidad, la satisfacción y el deseo de mejorar continuamente. Nos parece que necesitamos nuevas competencias para ser más competentes, y creemos que, en este sentido, la formación continua demanda una cierta reingeniería. No inventamos nada: ya está en marcha en no pocas organizaciones, aunque quepan mejoras en el proceso.


José Enebral Fernández

Consultor de Recursos Humanos


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